(JUAN JESÚS DE CÓZAR) Estrenada el pasado 13 noviembre en las salas de nuestro país, esta sorprendente producción islandesa no ha parado de ganar premios; desde que fue reconocida en Cannes con el galardón a la mejor película en la sección Une certain regard, ha cosechado otros 7 más. Los dos últimos en la reciente SEMINCI 2015, donde se ha llevado la Espiga de Oro a la mejor cinta del festival y el premio al Mejor Nuevo Director. Además, recientemente ha sido nominada al premio al mejor film en los European Films Academy.
Quizá lo primero que hay que advertir es una obviedad: “Rams” es cine nórdico, con muchas de las características que definen la cinematografía de esas regiones. Es decir, minimalista, algo minoritario, más sugerente que discursivo, con personajes hieráticos que expresan más con su silencio y actitud que con la palabra.
“Rams” nos adentra en la profunda Islandia rural para contarnos la historia Gummi y Kiddi, dos hermanos solteros que llevan 40 años sin hablarse, aunque sus viviendas sólo están separadas por unos cuantos metros. Crían carneros de una raza autóctona, y ambos se esfuerzan cada año por presentar a competición el ejemplar mejor desarrollado. La amenaza de una epidemia puede dar al traste con tantos años de trabajo y de brega por preservar la pureza de la raza, y llega la hora de tomar medidas por parte de las autoridades sanitarias. Pero Gummi y Kiddi (espléndidos los veteranos Sigurður Sigurjónsson y Theodór Júlíusson) tienen sus propias ideas.
El director, Grímur Hákonarson (Islandia 1977) dota a la cinta de una enorme potencia visual, con imágenes de gran fuerza que hablan por sí solas: los paisajes hermosos pero desoladores; los rostros casi esculpidos y mimetizados con el entorno; los encuadres exteriores e interiores…
Quizá la historia se quede un poco corta, pero es posible que esta impresión se deba a un modo de narrar muy distinto al que estamos acostumbrados; recuérdese por ejemplo “Una historia verdadera” (David Lynch, 1999), película con la que “Rams” tiene algún punto en común. Aquí el director deja que sea el espectador quien intuya el itinerario interior de los personajes –las aspiraciones, los deseos, los afectos, las penas, las (buenas) intenciones–, a través primeros planos y de planos detalle; de planos psicológicos se podría decir. Porque a la postre, descubrimos que los islandeses son como nosotros; y cuando sufren, también lloran.
No es, por tanto, una película para todos los gustos, pero es cine de calidad técnica y humana, que nos regala una secuencia final simbólica y conmovedora en su sobriedad. Muy recomendable, en muchos sentidos.
Quizá lo primero que hay que advertir es una obviedad: “Rams” es cine nórdico, con muchas de las características que definen la cinematografía de esas regiones. Es decir, minimalista, algo minoritario, más sugerente que discursivo, con personajes hieráticos que expresan más con su silencio y actitud que con la palabra.
“Rams” nos adentra en la profunda Islandia rural para contarnos la historia Gummi y Kiddi, dos hermanos solteros que llevan 40 años sin hablarse, aunque sus viviendas sólo están separadas por unos cuantos metros. Crían carneros de una raza autóctona, y ambos se esfuerzan cada año por presentar a competición el ejemplar mejor desarrollado. La amenaza de una epidemia puede dar al traste con tantos años de trabajo y de brega por preservar la pureza de la raza, y llega la hora de tomar medidas por parte de las autoridades sanitarias. Pero Gummi y Kiddi (espléndidos los veteranos Sigurður Sigurjónsson y Theodór Júlíusson) tienen sus propias ideas.
El director, Grímur Hákonarson (Islandia 1977) dota a la cinta de una enorme potencia visual, con imágenes de gran fuerza que hablan por sí solas: los paisajes hermosos pero desoladores; los rostros casi esculpidos y mimetizados con el entorno; los encuadres exteriores e interiores…
Quizá la historia se quede un poco corta, pero es posible que esta impresión se deba a un modo de narrar muy distinto al que estamos acostumbrados; recuérdese por ejemplo “Una historia verdadera” (David Lynch, 1999), película con la que “Rams” tiene algún punto en común. Aquí el director deja que sea el espectador quien intuya el itinerario interior de los personajes –las aspiraciones, los deseos, los afectos, las penas, las (buenas) intenciones–, a través primeros planos y de planos detalle; de planos psicológicos se podría decir. Porque a la postre, descubrimos que los islandeses son como nosotros; y cuando sufren, también lloran.
No es, por tanto, una película para todos los gustos, pero es cine de calidad técnica y humana, que nos regala una secuencia final simbólica y conmovedora en su sobriedad. Muy recomendable, en muchos sentidos.
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