En esas ocasiones en que la calma social se ve sacudida por el drama de las agresiones sexuales, suele haber alguna persona –varón casi siempre– que cuestiona si no será la mujer la que provoca con su forma de vestir el abuso de fuerza del hombre. Y con frecuencia se oye la respuesta de voces feministas que consideran machista tal ocurrencia.
Desde hace meses, algunas de esas protestas se han unido en el movimiento SlutWalk, surgido a raíz de la recomendación de un policía de Toronto, durante una conferencia en la Universidad de Leyes de York celebrada a principios de año, de “evitar vestirse como una fulana” para alejar el peligro de un asalto sexual. El movimiento, cuyo nombre significa literalmente “la marcha de las fulanas”, se ha extendido por Canadá, París, Londres, México y otras capitales, con la ayuda de las redes sociales. Y su argumento es: "no es no" y un vestido no significa "sí". "Que no me digan cómo debo vestirme, que le digan al agresor que no viole".
Es posible que el comentario del agente Michael Sanguinetti esté fuera de lugar. La misión de la policía es mantener el orden público, la seguridad de los ciudadanos, y garantizar el cumplimento de la ley. Y no se puede afirmar con propiedad que una falda corta o un escote alteren el orden público. Hace años que el delito de escándalo dejó de estar vigente en las sociedades occidentales. Ver cómo el peso de la ley cae sobre mujeres de algunos países de Oriente Medio, no por llevar ropa corta, sino por el mero hecho de prescindir del velo o del burka, se nos antoja intolerable e injusto.
El vestido dice algo
Sin embargo, hay algo en todo esto que roza el sentido común. Vestimos, no sólo para protegernos del frío, vestimos para expresarnos, para sentirnos reconocidos, para sabernos parte del grupo. Por la ropa y la actitud identificamos a un hippie, a un trendy, a un gótico, a un rastafari. Ningún yuppie de Manhattan acudiría a un consejo de administración con una cresta en la cabeza y pulseras de pinchos en las muñecas. Como tampoco acudiría en traje de baño. La apariencia suele coincidir con la realidad y cada modo de vestir tiene su lugar y su momento.
En otro orden de cosas, estos días ha entrado en vigor una ordenanza municipal en Barcelona que prohíbe que las personas vayan totalmente desnudas, casi desnudas o en traje de baño u otra prenda de ropa similar por la calle o los espacios públicos no autorizados, bajo pena de multa. Y en el Estado de Texas otra ley impide la subida al transporte público de personas que lleven pantalones bajos que dejen ver las nalgas o la ropa interior. “Súbetelos o búscate una alternativa”, se puede leer en los carteles colgados en las paradas del autobús.
Hasta hace poco, también reconocíamos por su forma de vestir a una mujer cuyo propósito era provocar el apetito sexual de un hombre, ofrecerle sus servicios y cobrar por ello. La elección de las prendas estaba dirigida a despertar la pulsión instintiva del hombre. Hoy, determinadas propuestas de la moda hacen difícil distinguir a una prostituta de una chica que no lo es: minifalda ceñida, escote pronunciado, plataformas, pose insinuante…
Difícil distinguir
Ciertamente el acoso, el maltrato, la violación, son delitos abominables, y el hombre no es un animal que se guíe por la ley de estímulo-respuesta, tiene raciocinio, voluntad y conciencia. Sin embargo, es lógico pensar que vistiendo de forma similar a una prostituta una mujer se pone en peligro de atraer a hombres que demandan esa actividad, o a depredadores habituales, o, al menos, permite al varón concluir que el objetivo que la mujer pretende con ese reclamo es el favor sexual, cuando quizá no lo es. La situación cobra tintes más dramáticos cuando se trata de una menor.
Por otra parte, la promiscuidad en determinados ambientes, no sólo por parte del hombre sino también de la mujer, y la cacareada libertad sexual, no hace extraño ni inusual que se busquen relaciones ocasionales, lo que dificulta distinguir a una chica digamos normal, de una prostituta, más allá de la frecuencia con que cambian de pareja y el cobro del servicio.
Junto a esto, resulta curioso que algunos grupos feministas alcen airados la voz ante la injusta identificación de un tipo de féminas con otro por la forma de vestir, o ante la presentación de la mujer como objeto sexual en la publicidad, mientras piden el reconocimiento público de la prostitución como un trabajo digno con derecho a la seguridad social, y el título de trabajadora del sexo para quien lo ejerce. No debería parecer tan insultante.
En el fondo, lo que subyace bajo reacciones como la de movimiento SlutWalk no es la indignación por la asimilación con estas mujeres. Es sencillamente la negación a que se reconozca la existencia de alguna diferencia entre hombre y mujer, por ejemplo, que en la mujer predomina la emotividad y en el hombre la pulsión que le llevaría al equívoco en el mejor de los casos.
Por mucho que se niegue, por mucho que digan “un vestido no significa sí y yo decido sobre mi cuerpo” hay una cosa cierta. Desde que se ejerce la “profesión más antigua de la tierra”, las prostitutas han basado su poder de atracción en el vestir, y con frecuencia han sufrido, por desgracia, la fuerza bruta de muchos de los hombres a los que atraían, al margen de ser muy dueñas de su cuerpo.
Por muchos motivos, en el ejercicio de las relaciones sociales, a las mujeres no nos conviene utilizar sus mismas armas, si no queremos obtener parecidos resultados.
Parece como si el mal pretendiese establecer una pugna entre el hombre y la mujer, o viceversa (vaya a ser que alguien me tache de machista). De tal manera que, con ese perverso "invento" de la ideología de género que puede retrotraerse muchísimos años atrás y que, sobre todo tras el Informe Kinsey de finales de la década de 1940, podemos culminar, convencionalmente, con esa frase de Simone de Beauvoir, en 1949:"Una no nace mujer sino que se hace mujer" que, extrapolada al hombre, mutatis mutandis es exactamente igual, con el resultado del fenómeno gay.
ResponderEliminarNaturalmente, la propia naturaleza que otorga los atributos masculinos y femeninos,se ve contradicha y ferozmente atacada por quiénes, de manera tan irracional, pretenden enmendarle la "página".
Posiblemente, derivado de esa cosmovisión errónea y errática, es el sesgo violento, sectario y destructivo que conlleva la propia ideología de género.
El recato, que no la ñoñería o la mojigatería, son prendas básicas y fundamentales para el encanto femenino y su diferencia con el sexo opuesto, sin lo que, sin duda, lejos de atraer al hombre en su sentido de enamoramiento real, lo distancia y produce rechazo, derivando ello en desprecio y violencia.
La violencia de género no deja de ser, como figura, una aberración, en tanto es la mujer la víctima propiciatoria, hecha desde esa misma ideología.
La indumentaria, la sencillez y elegancia en el vestir, en el comportamiento y en el decir de la mujer, son sus mejores armas para constituir ese complemento del que se reniega, con la entronización de una igualdad contraria y en pugna con la propia naturaleza.
El hombre, o la mujer y el hombre, aunque son diferentes, sin embargo son complmentarios.
Una realidad que se vela por doquier, inducida por la ideologización peregrina y estúpida de quiénes no van más allá de sus narices.
Dios perdona siempre (para quiénes creemos en El); los hombres algunas veces, pero la naturaleza jamás perdona.
Un comentario muy interesante. Aportas muchas ideas que podrían tratarse aquí. Señalo sólo una: no se trata de luchar por la mujer ni por el hombre, se trata de crear una sociedad donde ambos puedan aportar sus cualidades. A uno le falta lo que le aporta la otra y viceversa.
ResponderEliminarIgualdad en lo esencial (somos personas, y merecemos un respeto infinito: desde el nacimiento hasta la muerte), y complementariedad en las cualidades que cada uno aporta.
Efectivamente y ése es el nudo gordiano contra el que luchan los obsesionados con la destrucción de la persona, en su doble versión masculina y femenina.
ResponderEliminarPorque, a la vista de las tácticas y políticas seguidas para la consecución de la tan cacareada "igualdad", lo que resulta de todo ello es la destrucción de la familia, de la sexualidad en su sentido antropológico y realizador de la persona; y, en fín, de todo cuanto enaltece y proyecta a la persona a su finalidad ontológica.
Es la falacia, el sofisma entronizado como verdad "apodíctica" y como dogma laico.